Los desclasados se caracterizan, no por aspirar a la legítima mejora de su status, sino por olvidar su procedencia y construir un relato que les aparta del compromiso que un día tuvieron sus padres con ellos, con sus vecinos o con sus compañeros de trabajo. En definitiva, con todo lo colectivo, con todo lo que a través de las emociones del orgullo de clase se ha construido para su distribución.
Los desclasados, a los que se les han dado regalado los derechos, son de una alta exigencia. Cualquier molestia que se les propicie es anticonstitucional y el estado de bienestar ha sido gratuitamente llovido del cielo; las pensiones, la igualdad de género, la salud laboral, las políticas inclusivas… No se afilian a partidos o sindicatos, porque para eso están otros, nunca se comprometen con opciones comprometidas porque ellos son “librepensadores” y el mundo, demostrado queda, ha avanzado gracias a su concepción individualista. Son “apolíticos” y las ideologías están superadas; que es tanto como decir que se encuentran en una permanente fuga de su clase social porque en su baja autoestima no se soportan en ella.
Ellos, defensores de lo suyo, de lo corporativo, por un azaroso devenir social, han podido llegar a convertirse en clase dominante, por ejemplo, en relaciones como empleadores de “sin papeles” que limpian, planchan y cocinan por todo a cien, sin cuestionarse los derechos del otro. Como buen desclasado solo existen los derechos propios.
Los desclasados, desde posiciones críticas pasivas, siempre tienen a mano a aquellos que se movilizan por algo colectivo para zarandearlos y presentarlos como chivos expiatorios de sus culpas, se muestran agiles a la hora de participar de forma on-line o en barras de café en cómo arreglar el mundo o incluso echan espuma por la boca en los comentarios de los periódicos digitales con seudónimos que no le impliquen; aunque eso sí están prestos a enarbolar banderas, sobre un patético sustrato folklórico, cantando la efímera banda sonora de su equipo.
Producto del esfuerzo de lo público -becas, sanidad universal, prestaciones sociales,…- y de todos aquellos que trabajan por lo público, los desclasados han ido alcanzando espacios de autonomía, independencia y bienestar, pero dicen estar hartos de ser ellos los que sufragan la enseñanza para los inmigrantes, a los burócratas funcionarios, a los parados subvencionados, y por eso se apuntan al nuevo modernismo de pedir la bajada de impuestos o reclamar la “flexibilización” en la organización del trabajo porque tienen la ventaja personal de facilitar su supervivencia individual y arribista, acabando, dicen, con “viejas rémoras del pasado”, aunque estas sean las que hagan sostenible los derechos.
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